viernes, 10 de diciembre de 2010

Pepo... ¡guau, guau!

Encontraron a mi perrito temblando de frío y de miedo, abandonado en los jardines del Hospital de la Trinidad. No llevaba micro-chip. Eso me contó Isabel, la voluntaria de la Sociedad Protectora de Animales.
Pepo es mediano, mezcla de pastor catalán y terrier, unos once kilos de peso. Yo iba buscando un perro pequeño para poderlo llevar en transportín, pero allí todos eran grandes, casi todos feos. Me llamó especialmente la atención este perrillo (bautizado como "Pimpi" en la Protectora) porque no paraba de ladrar y porque era (es) bonito, muy gracioso, a pesar de esos dientes tan feos.
Volví otro día a la Protectora con mi hijo para que me ayudara a decidirme y él no lo dudó: salimos de allí con “Pimpi”, rebautizado “Pepo”. Lo asombroso, al menos para mí, fue que nada más entrar en mi coche, yo de conductora, mi hijo con Pepo en su regazo, dejó automáticamente de ladrar. Desde ese momento Pepo solamente ladraba cuando nos alejábamos de su lado. También, ahora voy haciendo memoria, se ponía algo histérico cuando nos cruzábamos con alguien haciendo “footing” o veía u olía algo que sin duda le disgustaba, no logro aún atar todos los cabos.
Pepo me demostró un agradecimiento y un amor exagerados, que llamaron la atención de cuantos nos conocieron. A medida que yo iba enfermando, su ansiedad aumentaba, pero como ignorábamos mi estado, no sabíamos a qué atribuir su creciente estado de agitación. Llegó a darme algún disgusto por enfrentarse con otros perros por la calle.
Pepo se quedó en una residencia canina de Zamora para un fin de semana y… hasta ahora. Ahora debo tomar una decisión respecto a su futuro y me preocupa. Solo quienes hemos convivido con un animal comprende esta preocupación. Como me advirtieron mi hermano y un querido amigo (quien entonces tenía una perra), el animalillo lega a convertirse en un miembro más de la familia.
Durante estos cinco años –el puente de la Constitución fue el aniversario de la adopción- me he sentido más querida que por ningún otro ser vivo.
Respecto a su edad, nadie lograba darme una fecha aproximada, unos que tres, otros que cinco, otros que siete años. Según la media, ahora Pepo debe tener el equivalente a mi edad aproximadamente: unos diez-doce años perrunos, unos cincuenta humanos.

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MARTES 14 DE DICEIMBRE DE 2010

Pepo, mi pepito, era un perro manso y dócil, tranquilo, nada juguetón. Pasa el día tumbado, junto a quien le cuida; es decir, Pepo ha permanecido tumbado junto a mí en estos últimos cuatro años y medio. En los paseos, al menos dos diarios: uno corto y otro largo, tenía aspecto de perro feliz, meneaba su rabo e iba curioso fisgando todo. Se comía las avispas. Corría como una exalación detrás de algún conejo o animal que se le pareciera, debe ser por su algo de sangre cazadora. Un estómago de perro delicado porque casi todo lo que no fuera pienso le sentaba mal, no le podía dar ni huesos, que le chiflaban, porque al día siguiente vómitos y diarrea. Los primeros meses me molestaba en hacerle guisos sencillos de carne con arroz pero más tarde desistí. Cuando se le escapaba su caca, se quedaba avergonzado en un rincón, debajo de una mesa o bien, trataba de llamar la atención y dirigirte hacia donde estaba la prueba de su "delito". Su estado gástrico empeoraba en verano.
Una vez le descubrí una capa opaca en un ojito, pensé que sería que iba siendo viejo. La veterinaria le miró y recetó unas gotas que para ponérselas era un sufrimiento, pues no se dejaba. Al cabo de varias semanas, vimos que no mejoraba nada la herida. Tuve que llevarlo, por indicaciñón de la propia veterinaria, a una clínica oftalmológica en Madrid y le practicaron una sencilla intervención quirúgica. Esa noche, se subió a mi cama por la noche, cosa que no había hecho jamás (necesitaría sentirse más acogido, mimo, en definitiva). No lo volvió a hacer.
Pepo solía dormir a la puerta de mi dormitorio, sobre un cojincillo. Algunas veces, no siempre, se escapaba y se metía debajo de mi cama. Cuando mi hijo aún vivía en casa, aprovechaba cualquier ausencia suya y despiste mío para subirse en su cama vacía.
En general no daba problemas, salvo los derivados de sus molestias gástricas, que se corrigieron bastante cambiándole la alimentación por únicamente pienso y agua. En primavera se mostraba enloquecido y corría detrás de las perritas en celo, pero en cuanto el perfume se disipaba, él se calmaba. Sí que era molesta su excesiva dependencia de mí, que incluso manifestaba queriendo "montarme", cosa que escandalizaba a mi madre y a mi hijo, y que yo, sin alentarle, interpretaba como una demostración de alegría. Los perros no entienden de moral y menos de "moralina". Esta pasión desbordada por su dueña se empezó a hacer más molesta en los últimos meses. Visto con la distancia, seguramente Pepo me notaba rara e intuía que no estaba bien. La cuestión es que estuve planteándome si castrarle, pero personas allegadas no me lo aconsejaron, "les cambia el carácter" me dijeron, y yo dudaba. Una veterinaria francesa en Toro me habló de algo innovador: un implante superficial, bajo la piel, que reducía el nivel de testosterona pero era reversible pues tenía una duración aproximada de seis meses. Se lo pusimos hacia Navidades, concretamente creo que el día 28 de diciembre. Empieza a hacer efecto lentamente y en efecto, hacia un mes después, nada había cambiado en apariencia, pero no hacía muestras de "querer montarme" (puesto entre comillas), pero seguía dando saltos y ladrando en cuanto me presentía y se quedaba con la cabecita ladeada cuando me marchaba.
- Es que eso, esa ansiedad, no se la vamos a poder quitar nunca -me dijo la veterinaria francesa.

Yo luchaba en mi conciencia por lo molesto de esa exagerada dependecia de mí, pero realmente no sabía cómo actuar.

En los últimos meses, como creo ya he escrito, se volvió incluso agresivo, haciendo gestos de ataque a otros perros al cruzarse con ellos.

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Mi madre se ha sentido celosa, me consta, de Balto (el huskie de mi sobrina, bueno la mascota de toda la familia). Un día me preguntó si no pensaba yo que mi hijo podría estar celoso de Pepo.

- Pues no sé mamá, me parece fuera de lugar, mi hijo ya es marorcito ¿no? En todo caso, él participó de forma activa en la decisión de tener un perro.

Todo esto me recuerda al capítulo tan magníficamente descrito por Kundera, en el que habla de la perra Karenin. Por cierto, creo que aquí le pillo un pequeño fallo a mi admirado Kundera. En Rusia, si no me equivoco, las hembras toman el apellido del marido añadiendo una "a". Por ejemplo Gorbachov, Gorbachova.
Al perro de Teresa y Tomás en la novela lo bautizan "Karenin" en recuerdo de la novela de Tolstoi.
Entonces, si Karenin es macho, el perro no puede "parir panecillos y miel", no puede ser una perra.
También es posible que el nombre se deba a Anna Karenina (la conocida Lara de la película Dr. Zhivago) y la diferencia (Karenin/Karenina) sea cuestión de interpretación del original.
Me gustaría averiguarlo.
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JUEVES 16 DE DICIEMBRE

Nuestro paseo habitual consistía en recorrer el Paseo fluvial del Tormes. En uno de los primeros días de paseo, Pepo vio u olió algo parecido a un conejo (tal vez un visón; había muchos escapados de un criadero cercano), y se lanzó como un poseso hacia ello. El bichillo se metió en una finca por debajo de la cancela, agujero por el que el perro no cabía. Pegó Pepo un salto de tal calibre que saltó la tapia, un muro de más de dos metros de alto. Allí estuvo ladrando y “haciendo de las suyas” bastante tiempo. Al cabo de un buen rato, yo ya le daba por casi perdido, salió cojeando con la pierna ensangrentada, cojeando pero corriendo hacia mí -buscándome-.
Afortunadamente, muy cerca está la clínica veterinaria donde le atendían habitualmente. Maria José, la facultativa, le limpió y curó la herida con mimo. Me dijo que la herida parecía una mordedura de perro grande. Pepo cojeaba ostensiblemente. De repente, me di la vuelta para coger algo y Mª José, muerta de risa, me dijo:

- Espera, espera, vuélvete otra vez… Ja ja ja… cuando tú no le miras, el perro no cojea…

Otras anécdotas simpáticas.
Pepo y sus novias.


Al llegar la primavera, a Pepo le encantaba ponerse a mirar por la ventana (ventana grande, llegaba hasta el suelo). Bueno, casi siempre miraba por la ventana o a mí. Teníamos en aquella casa unas vistas muy bonitas, hacia el río, y había muchos paseantes como nosotros. Le habilité un sillón viejo que estaba a punto de tirar y lo puse en un rincón estratégico para que pudiera mirar hacia el paseo fluvial. Cuando olía alguna perrita en celo, se ponía en estado de alerta, rígido el rabo y las orejitas. Hizo muy buenas migas con una perrita similar a él, Luna, cuyos dueños eran una pareja que vivían en la misma manzana y se pasaban la vida allí. Luna se hacía la interesante, coqueteaba en torno a Pepo e incluso le daba cariñosamente con la patita, pero cuando Pepo intentaba acercarse más, la pícara se echaba a correr. Los dueños y yo teníamos medio convenido que en el próximo celo de Luna, se hicieran novios. Un día primaveral, sin previo aviso, Luna se sentía cariñosa y Pepo estuvo bailando a su alrededor. Los filmé con mi móvil pero nunca supimos si llegaron a culminar su affaire.

1 comentario:

  1. Yo dejo mi voto para Pepo. Seguro que se adapta a las mil maravillas, a cualquier cosa que tú le plantees, y si no es así, siempre estás a tiempo de decidir otra cosa... ¿no?
    MUA! (para los dos)

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