miércoles, 10 de noviembre de 2010

Incontinencia urinaria.

De lo que no se habla es como si no existiera”. La frase original no sé de quién es, yo la recibí de las letras de Lucía Etxeberría.

No entiendo bien la razón del tabú sobre temas tan naturales como el pis y la caca. En estos nuestros tiempos, afortunadamente ya no es tabú el sexo, incluso se exagera su importancia. Sin embargo las aguas mayores y menores prefieren evitarse.
Yo empecé teniendo problemas no porque “se me saliera” el pis, sino porque sentía ganas y no me salía. Algo parecido a como si quisiera mover las orejas: simplemente no se puede. Cuando empecé a comentarlo con mi médico de cabecera, y con la Dra. Freud” (así apodé a mi psicoterapeuta), lo achacaban a males normales: la menopausia o tal vez cistitis. Yo lo comentaba con mis amigas, en edad de pre-menopausia también, pero ninguna padecía este tipo de problema. Estaba cada vez más extrañada y preocupada porque, a la par del descontrol sobre las ganas, empezó a descontrolarse cada vez más la salida involuntaria de la orina. Acabé poniéndome “dodotis”. Lo curioso es que cada vez me daba menos vergüenza y me dejaba algo perpleja la vergüenza de los demás si se me salía en algún momento en el que no iba “protegida”. Alguien, mi hermano creo, definió mi estado como “el de un niño”: era consciente pero no tenía ningún pudor.
Recuerdo especialmente molesto para mí, un viaje desde Toro a Madrid en el autobús, en el que desde prácticamente la salida yo sentía necesidad y aún no llevaba como complemento cotidiano los pañales. El trayecto no preveía parada intermedia y tardaba cerca de tres horas. En ese viaje martilleé a mi hermano con insistentes y absurdos mensajes de móvil solo para tener la cabeza distraída. Conseguí llegar a Madrid sin mojar nada. Pero lo grave, lo realmente turbador (para mí), fue que nada más entrar en los aseos de la estación, estuve más de media hora sentada en la taza sin lograr que saliera ni una gotita. Luego el pis salía en el momento que él quería: no me daba tiempo a llegar al inodoro. Desde ese día comenzó la compra de los pañales que no me abandonaron hasta uno o dos días después de la operación. ¡Asombroso! A las cuarenta y ocho horas volvía a dominar mi esfínter. El neurocirujano nos había pronosticado un tiempo de recuperación de dos ó tres meses en este aspecto.
Tenía tanto miedo a ese descontrol que a veces me metía en el cuarto de baño y me sentaba en la taza del inodoro, esperando a que llegara el momento en el que el pis quisiera salir. Algunas veces el pis llegaba y otras no. Lógicamente las personas que me acompañaban se preocupaban y sentían bochorno de estos mis encierros. Mi sobrina llegó a cronometrarme una vez 47 minutos de encerrona. Mi familia pensaba que me estaba volviendo demente senil de forma prematura (aún no había cumplido los 53 años).
Mi otro esfínter, el de las aguas mayores, nunca lo perdí afortunadamente.

Lo que realmente me alertó, me hizo presa del pánico, fue el día en que el análisis bacteriológico de la orina arrojó un claro y contundente resultado negativo.

- ¿Entones es todo de aquí? – pregunté yo señalando con los dedos índice mis sienes.
- Todo es de ahí –sonrió contestando mi médico de cabecera (el "médico de familia" asignado, se llaman ahora)- pero eso ya se lo tendrán que mirar en Madrid.

Para ese momento, que debió ser a primeros o mediados de junio, yo ya estaba en la capital de hecho y de derecho, consultando psiquiatras que me diagnosticaban “depresión”. La “incontinencia urinaria” la achacaron siempre a las “pérdidas normales de la menopausia”.

Unos meses antes, en tiempos de la Dra. Freud, también había consultado con un psiquiatra de provincias que se limitó a recetarme 3 Tranxiliums al día, dosis habitual al parecer, para un simple estado leve de ansiedad.

No guardo rencor a nadie, soy comprensiva con los errores, pero si hay alguno de estos facultativos que aún me provoca especial rabia fue la “Dra. Freud” que acabó haciéndome perder casi por completo mi auto-estima. Cuando la llamé, una vez pasado el peligro y las angustias y ya en estado de re-establecimiento, se limitó a dar ligeras explicaciones. Ni una sola palabra de lamento o de reconocimiento de un error. Aunque, para ser justa, sí pareció alegrarse de mi magnífica recuperación, tal como expresó. Tendría alguien que ser muy ruin para no alegrarse, pienso yo.
Dra. Freud, hágase usted psicoanálisis, por favor. Y cuéntenos por qué la felicidad no depende de los motivos, si es que usted lo ha descubierto.

SEGUIRÁ…

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