miércoles, 20 de octubre de 2010

Torcuato y Torcuatín.

Lo último que supe de Torcuato es que había sido abuelo. Me llamó Isabel para decírmelo.

- La niña es igualita igualita que Torcuatín cuando nació- me contó que había dicho la abuela, madre de Isabel y Torcuatín, cuando fue a conocer a su nietecita al Hospital.

Lo mismo había dicho mi suegra cuando vio a mi hijo por primera vez.

Qué bonito era mi bebé. “Qué feo es” fue la frase que soltó su padre cuando le vio recién nacido pero ya limpio.

Torcuatín era un chico majete, muy pacífico y precusor de la generación nini (ni estudian ni trabajan). Su padre soñaba con que ingresara en el ejército y que dejara de “hacer el nada”, pero el chico no era muy partidario. Tenía una melena hasta la cintura, era muy amable y con mucho sentido del humor. Y todo iba bien hasta que se echó una novia peluquera que le chupaba la sangre (según Torcuato); lo cierto es que siempre estaban encerrados en el dormitorio de Torcuatín. Hasta que un buen día, Adu metepatas, en la comida (ese día habían salido del dormitorio a comer) dijo:

- Encarna, estás engordando mucho, deberías cuidarte.

Encarna y Torcuatín se quedaron notablemente incómodos y al cabo de unos meses nació Encarnita, pero yo ya estaba lejos, con otras preocupaciones y otras historias.

Cuando la próxima paternidad de Torcuatín empezó a ser evidente ante su propia conciencia, se olvidó del nini y empezó a trabajar colocando placas de escayola. Ahora, con la tremenda crisis del sector, muchas veces me pregunto qué suerte habrán corrido.

Torcuato insistía para que su hijo ingresara en el ejército. Imaginaba a su hijo militar en el Servicio de Inteligencia, posiblemente, tal como él en su juventud. ¡Terca ambición la de los padres de que sus hijos sigan sus pasos, culpable de tantas frustraciones! O simplemente, el padre veía en las fuerzas armadas un puesto de trabajo seguro para su hijo para toda la vida.

Mi hijo, unos pocos años menor que Isabel y Torcuatín, encajaba muy bien con ellos y con Torcuato se llevaba estupendamente. Mi noviete siempre “tuvo mano” con los chavales. Por un tiempo, más corto que largo, tuve esa brizna de esperanza de tener familia propia: comidas en grupo, desayunos y cenas cada uno a su bola, sofá de flores y discusiones por la tele. Aunque el sofá fuera liso o a cuadros, pero tener ese grupo cómplice que llaman “familia”. Pronto esa brisa se desvaneció, y comprendí que el azar no quería ese destino para mí.

Podría haber seguido buscando pero estaba rendida. A veces solo quien no busca encuentra, dijo Picasso, creo. Poco después, ya ni quería vivir en familia. Escogí el camino de la soledad que a veces se clava como un cuchillo afilado pero que permite también la absoluta libertad.

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