martes, 19 de octubre de 2010

Mi novio Torcuato, otra batallita.

Tuve un novio curioso. Llamémosle Torcuato. Lo conocí hacia 1998, en la estación de autobuses (¡qué romántico, por dios!) de Valladolid. Creo. De lo que estoy segura es de que él acababa de salir de la cárcel, según me contó. Me impresionó que lo dijera con esa naturalidad, como quien dice “acabo de salir de paseo”.

Después de haber convivido unos trece años con una lija, yo tenía muy claro qué necesitaba de un hombre, por este orden:

1º) Que fuera cariñoso
2º) Que colaborara en las tareas domésticas y
3º) Que NO le gustara el fútbol.

Lógicamente el orden de preferencia y las premisas varían a lo largo del tiempo, pero en ese momento era así y Torcuato las cumplía perfectamente, como poco a poco se fue demostrando.
Como anécdota, al poco tiempo de conocernos, me regaló un bote de cristal con setas en conserva. “Recogidas, limpias, cocinadas y enlatadas al vacío por mí mismo”, me dijo. Las probé con mucha aprensión pero, como puede deducirse, no me pasó nada. Mmmmm… igual acabo de dar con el origen del misterioso meningioma, se me ocurre. Mira que soy gansa.
La explicación que él daba a su paseo por la cárcel –yo no insistía- era “por deudas”. Haciendo alarde de mi tolerancia lo pasé por alto. Hasta el mejor escribano echa un borrón, me decía.
Torcuato se mostraba muy atento, bondadoso, admirador (¡la admiración, componente básico del amor!) Yo me dejaba querer.
Una vez finalizada nuestra relación, al cabo de unos meses recibí un msm desde un fijo (lo que ya era raro entonces) que decía algo así como:

“Por mucho tiempo que pase, te seguiré adorando porque sé que eres la mujer de mi vida” o algo así. No iba firmado pero supuse que era él, era su estilo, sin duda. Llamé al teléfono que remitía y no logré comunicar. Pudo ser una equivocación. Todo un poco su-realista. Torcuato era muy habilidoso para las cuestiones informáticas y pudo ser también un truco para que no lo localizara. Vaya usted a saber.

Le planté de la noche a la mañana, aunque seguramente fui tejiendo mi desamor a medida que iba conociendo sus detalles oscuros. Había sido guerrillero de Cristo Rey y espía de Franco. Ambas cosas me las contó él mismo y se avergonzaba de este su original pasado. Seguí haciendo gala de mi tolerancia; al fin y al cabo no afectaba a “lo nuestro”. Como espía, infiltrado en la Facultad vigilando estudiantes revoltosos, logró el título de Licenciado en Derecho. Lo de “ser abogado” nunca me lo creí del todo.
De su experiencia como espía contaba anécdotas tan originales como él. Un día me quedé fuera de casa y sin llaves (me suele pasar cinco o seis veces al año). Entonces, ese día, Torcuato, con una habilidad digna de 007, abrió la cerradura con una tarjeta. Me dejó boquiabierta.
Otra vez, me llamó su hija, a la que llamaremos Isabel. Una chica estupenda, de unos veinte años, y ella bien sabía su valor. Me llamó Isabel para preguntarme si sabía dónde andaba su padre pues les habían embargado la casita que tenían en un pueblo cercano a la capital y había sido precintada la cerradura por la Policía. En ese momento algo hizo ¡clinck! dentro de mí. En esa casita había dejado yo depositado un lavavajillas carísimo. Cuando le pregunté a Torcuato, me respondió:
- Ningún problema. Cuando quieras, vamos allí, hablamos con el juez y sacamos tu lavavajillas.
Por descontado, no fuimos, no hablamos con el juez, perdí el lavaplatos. No deja aún de sorprenderme su candidez. Tal vez la cándida soy yo. En cualquier caso, lo fui. Pero lo pasado, pasado.

A menudo me pregunto qué habrá sido de él. Porque, según voy tirando del hilo, lo que finalmente me decidió a dejarle fue cuando me contó Isabel que su padre aún tenía varios juicios pendientes (por deudas ¿?!!), y también añadió: “mi padre, como padre el mejor, pero como marido o novio… un horror, por eso le dejó mi madre”.

La gota que hizo que me decidiera a dar el paso final fue una mentira suya. Le pillé en una tontería. Tal vez fue una mentirijilla sin más, pero yo ya no me fíaba. Y sobre todo, quizá lo más importante, aunque para mí nunca lo ha sido mucho (el sexo, importante) es que no “me ponía”, si es que “me puso” alguna vez. Recogí lo poco que tenía en su casa (un par de zapatillas, unos sobre-platos, poca cosa) y me largué sin ninguna explicación. Tampoco me la pidió. Isabel me abrió la puerta y asistió condescendiente abrazada a su perrita Luna. Como si fuera mi cómplice. Como pensando: “te comprendo, yo me quedo porque soy su hija y no tengo dónde ir”. Acto seguido, cambié todos mis pins, mis contraseñas de correo, mis accesos electrónicos, anulé todas mis tarjetas, todo… Y todo en veinticuatro o cuarenta y ocho horas.

Jamás me pidió dinero, jamás me hizo una picia. Estoy segura de que me quiso. Qué habrá sido de él, me pregunto a veces.

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En este mundo que hemos hecho uno se puede pasar todo el día de gestiones, llamando por teléfono, poniendo faxes, haciendo cuentas, enviando e-mails. La gotera, el juanete de la suegra o nuestra propia incapacidad hace que cada vez sea todo más complicado.
Aún estando "de baja" no me cunde el tiempo, parece increible pero es cierto: cada vez crece más la montaña de cosas por hacer. Y así todos y cada uno.

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