domingo, 7 de noviembre de 2010

Batallitas y más batallitas.

Hoy me di un largo paseo de una hora. No puedo calcular la velocidad pero ya voy mucho más estable y rápida, aunque no aún a los 4 Km/h que me gustaría recuperar. Lo cierto es que se me hizo muy, muy corto, porque hace un otoño precioso y entre árboles y silencio llegué hasta el portal de la casa en la que viví hasta los veinte años.
Cuántos, cuántos recuerdos.
Primero, en el orden paseado, la zona de la Universidad, que me trajo a la memoria a JFJ, mi primer noviete medianamente serio. Éramos compañeros de carrera y contrincantes dialécticos, te quiero-te odio y así varios años. Celos mentales los suyos y los míos, de tipo más carnal. Discusiones bizantinas: el número “e” y la poesía de Rilke. JF era iracundo a veces, yo también; hoy yo ya he perdido esa energía. Corté con JF finalmente aquella relación bastante destructiva cuando “me ligué” al que luego fue mi marido y padre de mi hijo.
De aquellos años de amor-odio con JF nos quedó un poso de amistad profunda poco corriente que se mantiene viva; aunque haga tiempo que no nos veamos da igual, sabemos que estamos. Hubo una época, mucho después, en que JF me utilizaba de tapadera con su mujer, “La Loles” –así se hacía llamar-. Me llamaba por teléfono de repente y me decía: “Oye, Adu, que si te llama Loles estoy contigo, ¿vale?” Se ve que Loles se fíaba de mí, no sé por qué. JF me enseñó que una cosa es el amor y otra el sexo, diferenciación que él practicó siempre y que yo tardé mucho en aprender. Sea por cuestiones culturales o biológicas, pienso que es un poco –solo un poco- cierto eso de que

Las mujeres dan sexo para recibir amor y
los hombres dan amor para recibir sexo.


Cuestión que fue ampliamente debatida en una tarde de aquellos viernes de Gabinete Sentimental con Julia Otero, sobre los que algo he escrito ya.

Después, en mi largo paseo, reconocí el parque donde jugaba con el cubito y la pala, y tuve mis primeros amigos de la más tierna infancia, Belén y Tayo, dos hermanos de apellido Franco. Tayo (Santiago) y yo decíamos que erámos novios, no tendríamos más de seis o siete años. Con Belén coincidí en COU, mucho tiempo después y nos reconocimos, qué curioso.
“La Virgencita” que yo recordaba sigue allí, en pie, sobre un pedestal de piedra con la inscripción “Inmaculada Concepción de la Ciudad Universitaria” y una leyenda manuscrita. La figura, de un mármol blanco y talla aceptable, está algo deteriorada y el conjunto lo cubre una especie de dosel bastante hortera. Las velas de cera y flores de plástico y tela dan al conjunto un toque almodovariano total. El parque sigue conservando su aspecto silvestre, naturalista, con poca piedra y muchos árboles de gran porte, aunque la zona cercana a la “Virgencita” estaba llena de restos de botellón nocturno.

Finalmente acabé mi paseo, una hora después de haber salido, frente a mi hogar infantil: la calle Isaac Peral 44, piso sexto. El puesto de helados de “Harry” no existe hoy, ni el kiosco de “El abuelo”. La verja de negro hierro del portal cerrada, normal. El Bar Santillana, justo al lado, donde asaban unos besugos con ajito buenísimos es ahora una cafetería con otro nombre. El garaje donde mi padre guardaba el coche en posición privilegiada (para no tener que salir maniobrando) es ahora un parking público. Reconocí los balcones donde nos asomábamos, me recordaron los geranios que mi yayo podaba cuando venía y que mi madre y Manoli cuidaban con mimo, los periquitos Arturo y Laura que mi hermano amaestraba y un día volaron o “los voló” mi madre… Hay que llamar al ascensor, alguien se dejó abierta la puerta, y la portera Carmen gritando desde abajo:

- ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Ascensooooooooooooooor!!!!!!!!!!!!!!!!!!
- Ya vooooooooooooy… - calló el aludido.

Era un ascensor muy bonito, de esos que luego prohibieron, indultando unos pocos en Madrid, de madera con espejo y el hueco protegido tan solo por una barandilla. Decían que la gente se suicidaba tirándose por ese hueco; de hecho en casa de mis yayos se tiró un hombre. Bueno, ya no existen esos ascensores, se sigue suicidando la gente. En fin.

Y así millones de historias que, me doy cuenta, no son importantes, solo es importante nuestra infancia, sea cual fuere, porque es la época más tierna de la vida y nunca se olvida uno de ella.

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